Brotan del curato con su aparato laico en la Secretaría de Gobernación interpretaciones en torno al caso de la aparición del cadáver de la niña Paulette que pretenden poner el acento en la destrucción de la familia, el hecho "ético" (y en la era Dussel uno terminó aborreciendo de este vocablo) de la infidelidad y su efecto destructivo sobre la familia. ¡El colmo del moralismo y el aprietaculismo!
Habría que aplicarles a estos extorsionadores pederastas, sin sonrojo de ninguna especie, aquella del cacique potosino Gonzalo N. Santos:
"Moral es el árbol que da moras".
Por cierto --de ahí nuestro sutil y pasajero estilo de hoy y los días siguientes--, dimos ayer en Donceles, de pie sobre un entrepaño y en medio de otros volúmenes, con una obra maestra de la literatura latinoamericana, de esas que se quisieran contar en una línea para ahorrarle al lector el esfuerzo de atravesar por párrafos nutridos y grifos sólo para escritores, saturados de alegría de esa que te hace cantar cuando hablas, cantar con la campanilla y aleteo en el pecho, ¡qué luz!, ¡y qué transparencia tan verde!, al tiempo que se va narrando una lista anecdótica respecto de las derrotas acumuladas por sus antihéroes, antídoto éste que resulta infalible contra el mismo moralismo de marras... Nada como poder forjar de contrabando espejos autocríticos de uno mismo para endilgárselos a seres gelatinosos y escurridizos de los que se hace natural hasta soltar una risa.
Estilo, por lo demás, intrincado con la fábula y los sueños (más la imaginería criolla y negra que se despliega por detrás de los fantasmas fraseados de la trama), donde sólo se teje en referencia a lo que se intenta esconder con la fuerza de los dichos. Densidad que de tanto placer y desparpajo provoca "el olvido del hilo" cada que comienza una nueva frase, el goce de hacerle un quiebre a los lectores hasta quedarse sólo con unos.
Rafael Alberti es genial por preciso cuando define al escritor cubano Enrique Labrador Ruiz --¡pues de él hablamos!-- "como el hombre que escribe alegres cuentos amargos".
Sostiene Salvador Bueno que la obra maestra de Labrador es el relato Conejito Ulán, pero yo no veo que desmerezca El hombre desleído. Ahí encontramos jugosos párrafos sobre el precio de escribir:
Entre sus ideas, algunas, sin más razón, tomaban un carácter de pertinencia muy curioso. Para ideas madre faltábanle poco: que él hubiese tenido un poco más de constancia en mantenerlas. La constancia, al parecer, no era su fuerte.
En medio de este panorama, ¿cómo no recordar que solía abrumarle con algunas singularmente exactas?
Por ejemplo... ¡Ah, si pudiera rehacer el deshilvanado discurso!
Y ahí mismo, sólo un poco después:
He deseado muchas veces sacrificarlo todo: escribir es un sacrificio. Hay que imponerse tareas, y cumplirlas; pero no arrastradamente como un castigo, sino en son de guerra: dejar de lado el mundo idiota y encerrarse entre cuatro paredes a levantar el otro mundo de verdad.
Autor de El Laberinto de sí mismo (1933), Enrique Labrador Ruiz escribió en 1947 Carne de Quimera y en 1953 El gallo en el espejo. Inventor de novelines neblinosos, gaseiformes, caudiformes o cuentería cubiche, según el periodo. Eso se escribe al respecto entre los especialistas, mas para mi son textos grifos, hermosamente grifos.
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