Dice mi madre que no le entendió...
--¿Qué quieres entender? --respondo--, no hay nada que entender.
Entonces esa cara que se repite en algunas hembras (por lo que me llegan a gustar) cuya relación con la sonrisa es evidente y que delata la  impotencia de no comprender al que está enfrente sin considerarlo aún un orate..
--Pero entonces, cuate, lo tuyo es un edipo de este tamaño.
Esta voz es la de mi tío que muestra con la palma de sus manos, hermano de mi madre, según manda el clan (véase El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Federico Engels); lleva en su pecho cardiaco --aunque potente-- toda la angustia de la especie a la hora del descarrilamiento.
Mueren por infarto antes de envejecer. Eso sí, repentinamente, sin cargar con las agonías. Ni como esas viejas que decía mi padre que no hacían más que hablar por teléfono de dolores, achaques, enfermedades y nuevos muertos en la familia, igual que si contaran lastimosamente los días que faltan.
¡Pinches viejas bolsa!
También lo de los muebles. Sí, los viejos mueble, al grado de que una vez una gorda tía externó el reclamo de que cómo iba a ser que una profesión tan humanista pudiera desvirtuarse por esa gélida visión desde la Ciencia. Usted sabe, esos clisés tan usados por las personas que se acogen a la ideología del progreso, pero en el ala izquierda de las mercancías.
 
 
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