Ya dado a la fuga, con todo el aire posible y a toda velocidad --sus rodillas rotaban con todos sus pies--, la ley de la gravedad restiraba en pliegues hacia las orejas la piel de su cara. Entendía en la supersónica dimensión que labraba, o mejor, iba entendiendo, que nadie podría seguirlo a ese velocímetro y que, más bien, era él que corría tras de una huella.
¿Una huella?
Simón, una huella.
Había recién pasado por ahí según se dejaba oler...
Así que cogió a grandes zancos por las escaleras eléctricas, de tal modo que pronto se enmaromó hasta lo más alto, desde donde se miraba parpadear a la city y hacer sus guiños.
Todo habría llegado felizmente a su fin de no haberse postrado en la contemplación detrás del vidrio durante un trecho visible del minutero. En esa eternidad la huella como tal ya no era, esfumada estaba. Así que tomó por donde había venido, rápidamente, concentrado con todas sus fuerzas en reconstruirla, ¡otra vuelta!, sí, sí, tal y como era.
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