Rodando por ahí en el anonimato de la turba banquetera, marcha a largos zancos Rolando cuando un murmullo creciente que ascendió como hormiguero (esos roces que suenan a posteriori con su claro significado) lo alertó a girar sobre la puntera de su zapato tenis blanquísimo y encontrar con la mirada, de un solo golpe, el origen de la sonora agitación. Siluetas recortadas batiendo a macanazos contra el cielo de tonos pálidos y fríos. Perros de baba aguada se excitan sobre la presa. Fragmentos de gotas resaltan, disecadas, fuera ya del itinerario de los proyectiles que las contenían. Música de fondo amplificada subsume el griterío soez y procaz. "Supuestos comerciantes", dirá después la locutora a la hora de su programa. Regresó de sus vacaciones bronceada. Y cuantas estudiantes de Comunicación quisieran parecérsele. Pero Rolando sí que es un reportero. Así que se encara rumbo al ojo del remolino y avanza. Es cosa de esquivar la embestida de los cuerpos, algo que se aprende en el duro oficio del clic, ese andar a la pesca de imágenes que comprometan, que digan, que señalen. Alguito de judo. Y... para eso son los codos, las uñas, las rodillas. ¡Ha sido una proeza! ¡Ya está del otro lado! Pero ha llegado tarde, sólo queda la polvareda. Alcanza a ver, detrás de la nube, el talón de la bota de un poli que jala tras de sí, con su correa, a un perro de la raza pastor belga. Abajo, babeando y en cuatro patas, arrodillado, un hombre de unos 50 años hace por levantarse visiblemente golpeado. Rolando le tiende su pañuelo y unas gafas que ha encontrado tiradas en el suelo. Una vez que el hombre se limpia el ensangrentado rostro y se calza los espejuelos chuecos, sin mediar pregunta le explica al reportero:
--Yo venía tranquilo por aquí, buscando alguna bebida para refrescarme, cuando de pronto se aparece un policía con cuerpo de gorila y me exige que me quite el sombrero.
--¿Por qué?-- le pregunto.
--Pues porque sí, hijo de su pinche madre, no ve que impide la libre visibilidad para la identificación personal desde los helicópteros de la seguridad.
--Entonces sí, la verdad, es que sentí harta muina y lo mandé a chingar a su madre... Aparecieron otros como él en un instante, igual que si hubieran estado agazapados por ahí a la espera. Lo que siguió ya lo sabe usted. Ahora tendré que ir a curarme las jetas.
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