La mayoría de los simpatizantes panistas en la city, incrustados en los puestos directivos del Estado en todos sus ámbitos --habitantes de las colonias más peques, de la Condesa a Lindavista y de la del Valle a San Jerónimo, pasando por Coyoacán--, incrustados también en el comercio y en la industria emergente desde 1988, son vergonzantes y no se atreven a decir esta boca es mía. Se encubren con el discurso antipeña y un liberalismo bonachón que es pura farsa en tiempos de monopolios privados. Son la hipocresía andante, hablan de la transición democrática, mientras esquivan blindados en sus naves los cadáveres (y a los mochaorejas) que, imaginariamente, se les aparecen por el retrovisor cuando viajan apanicados en sus últimos modelos. Sueñan --lo hicieron siempre-- en un sociedad civil de hombres y mujeres libres, atomizados y enfrentados cada uno contra los demás, ¡y por favor!, sin sindicatos, nidos de la corrupción, en sí y para sí.
Los priístas representan el poder de los sindicatos corporativizados y de la vieja burguesía monopolista, aristocratizada bajo la protección del Estado, desde el sexenio de Lázaro Cárdenas hasta el llamado salinismo. Sufren de nostalgia por el orden en donde sólo ellos decían... y mandaban.
En tanto que los amarillos encarnan al lumpen proletariado, a la vieja burguesía derrotada y expropiada por el salinismo y a la pequeña burguesía en ruinas... Ellos siguen a su caudillo Catilina en esta Roma putrefacta.
Por lo que toca a Elba Esther: venderá su voto (y decidirá el desenlace) el mero día de las elecciones.
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