Practiquemos regularmente el ejercicio de distanciarnos de lo "normal" para analizarlo. Vista de lejos, la normalidad no parecerá tal. Miremos críticamente la sociedad, así nos daremos cuenta de que nuestro mundo - tal y como lo conocemos- es un absurdo y está de cabeza... pero podemos cambiarlo.

1 feb 2011

a la verga

el puro nombrarla causó en mi conmoción frente a la reacción de mi madre una tarde jugando basta! El largo y electrizante silencio, los gestos de mis tías, la gravedad materna, todo hizo que ese día conociera yo en serio el terreno de lo que se llama tabú. Después encontré que el poeta Papasquiaro y sus cuates infrarrealistas habían proclamado en su manifiesto fundador entre otro de sus principios el nombrar la verga con todas sus letras.

Me llevé un DOBLE CERO en cuarto de primaria cuando la maestra Rodríguez me pilló midiéndomela por la delación de un envidioso, sentado en  mi pupitre, con una regla de plástico. Mandó llamar a mi madre, que si me estaba juntando yo con los hijos de las criadas.

Habría que profundizar en las letras femeninas, deben encontrarse ahí pasajes sutiles y amorosos al respecto. Pero se vienen a la memoria 2 poetas homosexuales cuyas letras dejaron constancia de su gusto incontrolable por la materia:

(Al Gran Marqués de Sade, inclasificable, lo dejamos para más tarde).

1.- Pasolini en El Gran Prado de la Vía Casilina, apunte 55 de Petróleo, donde Carlo se la mama en fila a unos 16 mozalbetes. Como es en este pasaje donde Pasolini se propone demostrarle a la crítica que, enmedio de su experimento, no se olvida todavía de narrar, se encuentran a lo largo de sus 30 páginas pasajes prolíficos, abundantes y descriptivos. Pasolini conquista la cima del erotismo por el sólo hecho de narrar como una mujer acerca del modo infinitamente diverso en que logra expresarse la naturaleza en las formas fálicas.

El otro gran poeta hedonista y voluptuoso,  pederasta, es el cubano Lezama Lima en su oda a la verga de Leregas en el VIII de Paradiso.

En las clases de bachillerato, la potencia fálica del guajiro Leregas, reinaba como la vara de Aarón. Su gladio demostrativo era la clase de geografía. Se escondía, a la izquierda del profesor, en unos bancos amarillentos donde cabían como doce estudiantes. Mientras la clase cabeceaba, oyendo la explicación sobre el Gulf Stream Leregas extraía su verga --con la misma indiferencia majestuosa del cuadro velazqueño donde se entrega la llave sobre un cojín--, breve como un dedal al principio, pero después como impulsada por un viento titánico, cobraba la longura de un antebrazo de trabajador manual. En sus aventuras sexuales, su falo no parecía penetrar sino abrazar el otro cuerpo. Erotismo por compresión, como un osezno que aprieta un castaño, así comenzaban sus primeros mugidos.
Enfrente del profesor que monótonamente recitaba el texto, se situaban, como es frecuente, los alumnos, cincuenta o sesenta a lo sumo, pero a la izquierda, para aprovechar más el espacio, que se convertía en un embutido, dos bancos puestos horizontalmente. Al principio del primer banco, se sentaba Leregas. Como la tarima donde hablaba el profesor sobresalía dos cuartas, éste únicamente podía observar el rostro del coloso fálico. Con total desenvoltura e indiferencia acumulada, Leregas extraía su falo y sus testículos, adquiriendo, como un remolino que se trueca en columna, de un sólo ímpetu el reto de un tamaño excepcional. Toda la fila horizontal y el resto de los alumnos en los bancos, contemplaba por debajo de la mesa del profesor, aquel tenaz cirio capaz de romper su balano envolvente, con un casquete sanguíneo extremadamente pulimentado. La clase no parpadeaba, profundizaba su silencio, creyendo el dómine que los alumnos seguían morosamente el hilo de su expresión discursiva. Era un corajudo ejercicio que la clase entera se imantase por el seco resplandor fálico del osezno guajiro. El silencio se hacía arbóreo, los más fingían que no miraban, otros exageraban su atención a las palabras volanderas e inservibles. Cuando la verga de Leregas se fue desinflando, comenzaron las toses, las risas nerviosas, a tocarse los codos para liberarse del estupefacto que habían atravesado. --Si siguen hablando me voy a ver precisado a expulsar a algunos alumnos de la clase-- decía el profesor, sin poder comprender el paso de la atención silenciosa a una progresiva turbamulta arremolinada.
Un adolescente con un atributo germinativo tan tronitonante, tenía que tener un destino espantoso, según el dictado de la pitia délfica. Los espectadores de la clase pudieron observar que al aludir a las corrientes del golfo, el profesor extendía el brazo curvado como si fuese a acariciar las costas algosas, los corales y las anémonas del Caribe. Después del desenlace, pudimos darnos cuenta que el brazo curvado era como una capota que encubría los ojos pinchados por aquel improvisado Trajano columnario. El dolmen fálico de Leregas aquella mañana imantó con más decisión la ceñida curiosidad de aquellos peregrinos inmóviles en torno de aquel dios Término, que mostraba su desmesura priápica, pero sin ninguna socarronería o podrida sonrisilla. Inclusive aumentó la habitual monotonía de su sexual tensión, colocando sobre la verga tres libros en octavo mayor, que se movían como tortugas presionadas por la fuerza expansiva de una fumarola. Remedaba una fábula hindú sobre el origen de los mundos. Cuando los libros como tortugas se verticalizaban, quedaban visibles las dos ovas enmarañadas en un nido de tucanes. El golpe de dados en aquella mañana, lanzado por el hastío de los dioses, iba a serrle totalmente adverso a la arrogancia vital del poderoso guajiro. Los finales de las sílabas explicativas del profesor, sonaron como crótalos funéreos en un ceremonial de la isla de Chipre.

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