Me he acostumbrado a mis pensamientos como a mis vestidos. Siempre tienen la misma talla y los veo por todas partes, hasta en los cruces de caminos. Y lo peor es que por su causa ya no se ven los cruces de caminos.De ese modo fue que me percaté de pronto, un tanto disgustado y ante el deslumbrar de las luces en el interior de la sala, de que la chica por la que yo estaba en el cine, simplemente se había marchado. ¿Cómo era posible que yo, asqueado como estaba ante aquella violencia de playbacks, hubiera dejado pasar desapercibido el deslizarse de su sombra quebrada por entre los muros de la sala? ¡Y pensar que mi camino de esta tarde experimentó un brusco viraje respecto de los planes originales cuando la silueta de ella se cruzó en uno de esos giros que dan las esquinas, de pie, parada ahí para la cola de la taquilla!
Y acá vengo de regreso sin saber qué vi ni de quién era. De modo tal que no tendría ninguna plática con alguna chica para alguna hipotética fiesta. Eso sí, voy por ahí, caminando, sensiblemente trastornado por la prosa de Salvador Elizondo en Camera Lucida, uno de los pocos prosistas que logran esbozar la novela por su ausencia y en su completa negación. Antes que Agamben y la hermenéutica, Elizondo constató con su obra clásica la absoluta soberanía del texto, el espacio tiempo del habla. En sus líneas navega una libertad infinita en donde, desde la crítica literaria mezclada con sueños y recuerdos, se procede a la recreación de todos los géneros. Libertad de literalizar cada instante.
1 comentario:
muy bueno
Publicar un comentario