Lo ví en sus ojos, lo descubrí rápidamente: era el más cuerdo y lúcido de ese vagón del metro donde yo viajaba, a pesar de que a simple vista pareciera lo contrario. Los demás, al verlo, seguramente pensaban, mientras volteaban la cabeza para evitar su mirada, en lo loco y sucio que estaba; en lo mal que cantaba y que olía; en lo molesto e incómodo que era verlo; en lo pobre y desdichado que debía ser. Yo esperaba su mirada y cuando esta llegó, no pude menos que sonreír. Después de unos instantes ya nos reíamos juntos y cuando se iba para proseguir con su camino me extendió firmemente su mano. Una vez terminado el ritual del apretón de manos, y después de sentir esa comunidad en nuestro interior, continuamos nuestra vida con más energía. Como yo venía elucubrando sobre las fronteras antes de encontrarlo, usé inmediatamente la fuerza que me generó y redacté en una servilleta:
En las fronteras del mundo, esos absurdos y arbitrarios límites en los que y por los que todos los días mueren miles de personas en el planeta desde hace mucho tiempo, existe un altísimo grado de vigilancia, de control por parte de los estados colindantes. Estos lugares se convierten, por lo tanto, en zonas de guerra. En la revolución mundial será indispensable destruirlas… así quizá las futuras generaciones no conozcan esas barreras ni el sufrimiento que su existencia conlleva… pero la libertad no cabe en este mundo, es o ella o el sistema del capital que impera, con sus cadenas, límites, cárceles y represión… y, sin embargo y a pesar de todo, ella va extendiéndose, va ganando terreno día con día, en todos los aspectos de la vida humana, a través de nosotros y contra una parte de nosotros mismos…
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