Creo haberlo encontrado. Se trata, en suma, de algo tan simple y controlable como los amores de vista. Las mujeres que elijo para mi juego amoroso nunca llegarán a sospechar que las amo. Yo lo pongo todo: la declaración y el ansiado sí. Por último, y antes de entrar en materia, mencionaré un elemento sin el cual fracasaría mi juego. Me refiero a la inmutabilidad. Háganme de favor de recordar una bandeja de cuadraditos de hielo. Pues son así las caras que compongo frente a mis amantes: la astucia femenina, al enfrentarse con mi cara, resbala y pierde pie.
En el lugar donde trabajo hay exactamente noventa y seis mujeres. No es raro pues que me haya enamorado de Elena. Hará cosa de seis meses sufrí una operación quirúrgica. Nada de mayor importancia, pero la oficina entera pasó por el hospital. La tarde que Elena me visitó me sentía un poco afiebrado. La enfermera no acababa de venir con el termómetro, y como en las visitas de cumplido no hay qué decirse, todos se pusieron a calcular mi fiebre pasando la mano por mi frente. Ella apenas y me rozó con los dedos, pero me bastó. La elegí.
Ahora es mía, es decir, mía según las reglas del juego. Yo mismo me pregunto y me respondo, si se me ocurriera hacerla hablar la respuesta sería un no rotundo, pero, ¿qué necesidad tengo de arriesgarme cuando de antemano está rendida a mis pies?
¡Elena de mi alma, pensar que me amas y que nunca lo sabrás! ¡Nunca, Elena! Porque, fíjate, mi técnica de mirar a hurtadillas ha alcanzado tal grado de perfección que jamás me sorprendarás adorándote. Lo más que tu amable perversidad podrá confiar a tus amigos es precisamente que nunca te miro. En cambio, ¡las cosas que yo podría contar de nuestro amor! Por ejemplo, nuestra escapada de anoche. Llegaste a un grado tal de identificación que semejante a un niño te pusiste mis zapatos para ver cómo yo camino... Esa noche, amada mía, hicimos locuras que nunca sabrás. Es un sacrificio penoso, pero me consta que no cambiarías el amor que me tienes por el efímero placer de unas calabazas.
Y así voy por la vida; es decir, por la vida que me queda, amado y temido. Amado por ellas y temido por los hombres. No hay mujer que se me resista ni hombre que no salga derrotado si tiene la osadía de aspirar al amor de una mujer en la que he puesto mis ojos, mis ojos helados, vidriosos, inexpresivos, más no por ello menos fulgurantes y abiertos.
A veces, y es este mi caso, en el infierno se logra disimular las llamas y los quejidos.
Virgilio Piñera
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