Al cumplir 52 años, comenzó a vivir nuevamente en el yo otro que le correspondía justamente a él en esa época; no por decreto ni ocurrencia de ninguna especie, sino por un destino cíclico que mayas y aztecas, allá en su terruño, descubrieron desde hará mil años.
Su yo otro que ya fue, puede mirarse ahora del otro lado de la raya, igual que un traje de dos caras vuelto al revés a la hora en que se lava. Y ahora, ahí, con la conciencia del mundo vivido anteriormente, osa pasar, a las primeras de cambio, de los solitos de bebé que dan de bruces a la carrera intempestiva hacia la gente, donde por leyes de la física reina el calorcito.
Cómo podría ser, no lo imaginaba. Así que eso de escribir aquello de "con la conciencia de lo vivido anteriormente" sonaba a pura palabra hueca, pista falsa, retruécano de laberinto. Su nuevo existir, en realidad, justamente consistía en el olvido de lo vivido, y el olvido es la parte cercenada de la conciencia.
Hacía erupción tal vez por eso el par aquel de volcanes con sus cenizas, al grado que en los aeropuertos han quedao varadas familias enteras, padres que volaban (y habían juntao) para la boda de la hija, más muchos otros motivos para un relato en esta nueva realidad en la que salir por los cigarros es a menudo el último adiós.
No era posible que recordara nada, sobre todo si le daba a últimas fechas por interrumpir la comida para saltar en pos del papel blanco de su diario puesto en cualquier lugar de la casa, donde, ganado por un estado febril, anotaba sus ocurrencias, asociaciones, apuntes relativos a las maneras que le son dadas a un personaje para desvanecerse y penetrar en uno de esos huecos del tiempo --atajos cuánticos-- descubiertos por Bioy Casares en el paso de Buenos Aires a Punta del Este. Y este hecho en sí no habría significado el ejercicio del olvido, si al ir tras su diario no hubiese dejado a su mujer --la que le lava la ropa y le hace de comer-- con la palabra atragantada y a media historia. Un misterioso túnel que, en un descuido y contra todas sus supersticiones, podría arrojarlo a la cuneta de los indicios, zona cuyas notorias huellas de atrás delatan la presencia de ese continuo sobre el terruño que ya con nada se lava. Ese mismo terruño por el que ya se ha ido enterando de lo histéricamente imposible que resulta la pretensión de la desmemoria. Pues eran sus vellos tímidos y discretos sobre el antebrazo, su fino y delgado antebrazo --diría delicado y grácil--, que estaban ahí como una rienda en torno al caballo de sí, preguntándole: "¿Nos recuerdas?... Nosotros a ti sí..."
¡Los vellos de sus antrebrazos! ¡Y sus hermosas manos de mujer útil!
Aquello era como el juego de jalar la cuerda, de uno y otro extremo, contra la raya; hacer venir al contrincante fuera de sí, al equilibrista. Así que de regreso me vine ya solo bajo la protección de sus radiaciones, las de ella y los vellitos discretos de sus antebrazos, a salvo de ese bullicio escandalosamente sordo y gris que hasta de mugroso podría tacharse, y que bulle en horas de tarde nublada en ese punto anaranjado de tránsito que hace al tren subterráneo.
En fin, en fin, así seguirá siendo hasta siempre. Así fue impuesto por la ley del padre del padre del padre. Guardada hasta la muerte con celo de mastines. Y a mi (y aquí habla el narrador finalmente) no me quede por ahora sino diculparme frente a un hipotético lector que no tiene porqué comulgar con nuestros códigos --los de una elite--, ni mucho menos se sobra de tiempo. Era necesario salvar con retruécanos situaciones complicadas que amenazan con desbordarse o, según se vea, venirse abajo. Así que se optó en este caso por chutar sesgado.
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