–¿Que onda, cómo estás? –le pregunto a Náyade, quien con la prisa acostumbrada lleva a la hija de doce rumbo a la escuela.
–Con un puto sueño – me responde secamente.
En ese momento a mi me resulta evidente que a poco más de un mes en su nuevo trabajo, después de una sequía de varios años, ella comienza a cuestionarse si valdrá la pena el coincidir con su compañero nada más que unos cuantos minutos por la noche por cuatro mil pesos mes.
Quizá su permanencia en el empleo de vendedora de libros no será larga y es que, por lo que me comenta, parece sentirse trasgredida en lo que bien podría describirse como una de sus máximas: –A mí, nadie me ve la cara de pendeja. – Me dice.
No obsta lo anterior para pensárselo dos veces antes de mandar al jefe a la chingada. –A Rolando no le ha salido mucho trabajo; el arte urbano y el negocio de la lucha libre también ha tenido su descalabro por el “catarrito” que le dio a la economía. –Agrega.
–¿Crees continuar mucho tiempo más en ese lugar? – Le cuestiono.
–Pues ya veremos –me responde.
En tanto, informa una voz por la radio: –La venta de comida chatarra, generó ganancias por 221 mil millones de pesos a seis de las principales empresas de refresco, alimentos industrializados y comida rápida del país durante 2009.
La selva de concreto transporta hombres y mujeres en verdes contenedores que, rechinando llantas, frenando intempestiva y corriendo frenéticamente; escupen a la gente aquí y allá. Así, ella se despide con una mueca por sonrisa.
Allá va, y allá voy yo, de buen ánimo, puesto que el día de hoy haré algo que me gusta aunque la paga no sea tan buena como quisiera. Inevitablemente, imagino a la pequeña de Náyade frente a la cooperativa escolar, “nutriéndose”, convirtiéndose poco a poco en potencial cliente de la mafia médica.
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