Practiquemos regularmente el ejercicio de distanciarnos de lo "normal" para analizarlo. Vista de lejos, la normalidad no parecerá tal. Miremos críticamente la sociedad, así nos daremos cuenta de que nuestro mundo - tal y como lo conocemos- es un absurdo y está de cabeza... pero podemos cambiarlo.

14 jun 2010

ansiedad en el subsuelo

Demasiado quisquillosa para andar tocando otros cuerpos, si no era para menesteres sexuales, nunca quise ser paramédica. Frente a la comodidad de mi lectura apacible, fría, razonada --más jugo de naranja o combinado con toronja--, andar en los ajetreos de salvar vidas me generaba una gigantesca pereza. Además, la sangre... Y después del Sida, ni se diga. Prefería la fiesta. Lo digo porque no se puede saber jamás cuándo salta la liebre, aunque es de suponerse que existan altas posibilidades de que salte si vas en el metro.

Hace rato que no leo en mis viajes por los vagones. Antes buscaba con ansias la presencia de algún conocido. Ahora sólo miro brazos perpendiculares a los tubos, manos bien prensadas ahí, dedos y falanges, rictus y ceños, hombros, orejas, rodillas y zapatos, papadas y nucas, nudillos, codos, pelos, pantorrillas y nalgas. Sobre todo nalgas. De vez en cuando un rostro en su conjunto. Y ese estaba ahí: un muchacho moreno, casi moro, de cejas grandes y armaduras rectangulares, negras y gruesas. Me miraba como en la víspera de quien va a decir algunas palabras. Con sus ojos me hace entender: "mira mi mano", y entonces alza el brazo, señala en dirección a mis espaldas. "Pregúntale si se quiere sentar". Ofrece su asiento a un anciano que está detrás de mi. Un viejo cansado y cenizo que parece cargar con la derrota y muchos litros de alcohol malo. Le pregunto al anciano y éste hace una expresión de desdeño, como que dijera: "viejos los cerros". "¿Qué dijo?", pregunta el moro. "Dice que no, que gracias". Me quedo pensando en que la expresión del muchacho al recibir la negativa es demasiado intensa para la circunstancia. Sus ojos brillan, expresan azoro, sufrimiento. El ruido de un golpe al lado interrumpe mi pensamiento. Llega de donde el moro. Es su carpeta que se le deslizó desde las rodillas. Él está con los brazos que le cuelgan, mirando la carpeta en el piso, se sacude con movimientos automáticos muslos y rodillas, luego los brazos se le caen casi hasta el suelo, como desmayado. Pienso primero que la carpeta no es sino un adminículo que el sujeto utiliza para ver desde otras perspectivas las piernas de las mujeres que se agolpan a la salida frente a la puerta del vagón. Pero me pongo sobreaviso al verlo reincorporarse, aturdido, sin levantar del suelo la carpeta por  la cual iba. Está atarantado. Sacude  la cabeza y mira a ningún lado. Es como si quisiera inspirar todo el aire posible con la cuenca de los ojos.

--¿Te sientes bien? --le  pregunto.

Él sigue como tratando de acomodarse algo ahí adentro. Sacude su tatema. Brrrrrrrr, brrrrrrrr, brrrrrr.

--¿Te sientes bien?

Nada responde el moro. El que está sentado a su lado, me mira con recelo, no entiende mi pregunta hasta que se percata del brusco cabecear de su vecino. Se ha quedado dormido, de plano con la boca abierta y la cabeza recostada sobre las  laterales del vagón. Pienso que tiene sueño, que no ha dormido en días, que debe cargar el cansancio del mundo. Vuelve a abrir los ojos al sentir el rechazo del cuerpo del ñor que lo flanquea, ya no enfoca, todo le debe girar, todo le debe ser giro. Y vuelve a desmoronarse por dentro y por fuera... En fracción de segundos se me viene a la memoria  lo de la crisis londinense de 1964, cuatro mil muertos caídos como moscas, oficinistas, bancarios y vendedores de paletas. Quizá el moro, o su organismo, fuera hipersensible ante la contingencia ambiental, y otra vez me alerta.

A todas luces el muchacho había perdido las coordenadas y ahora se vaciaba adentro de sí mismo, sudor frío en nuca, vértebras y coxis, la ley de la gravedad cuando un cuerpo pierde su forma adquirida y vuelve a su condición de saco o bolsa celular. Cual gota que se escurre. Lo alcancé a detener del cuello antes de que diera con la cabeza en el suelo. Un chico fornido y casi barrigón con muchos vellos debajo del ombligo. Ahí luchó durante larguísimo tiempo por volver a enfocar el mundo tal y como era antes, hacía unos minutos. Sus ojos representaban la viva secuencia de la angustia. Ansiaban aferrarse a lo que ya no estaba, cogerse de un zarpazo de lo que fuera. Pero él se desvanecía luego sin alcanzar a dar con el regreso.

Le tomé el pecho a la altura del corazón. Recordé a mi madre. Mi mano sobre su pecho lo libera por segundos de la inconciencia. Le  digo que respire hondo, que no tenga miedo, que aquí estamos. Se desmaya nuevamente y esta vez se convulsiona. Una mujer que está a mis espaldas me instruye para que le desabroche el pantalón. "Quítale opresión", repite. Regresa el moro en sobresalto. Pide clemencia. "¡No!,  ¡no me violen!". Se convulsiona una vez más y nuevamente se desguanza. Ahí, finalmente, sonríe como cuando alguien contempla a Dios o a los ángeles, está plácido, y se ha ido.

Para entonces ya no sé si es mejor mantenerlo despierto o vale más que permanezca inconsciente. Ignorancia de primeros auxilios. Pero ya alguien jaló la alarma y está aquí la seguridad. Les digo que necesitamos camilla y ambulancia. ¡Muévanse!

Me entra de pronto mi prurito pendejo, sin siquiera darme cuenta. Tengo que llegar temprano al trabajo, me digo. ¡De cuándo acá! Como si no pudiera acompañar al chavo. Llevarlo en la ambulancia. Ahora pregunta el oficial que si el chico viene con alguien. Respondo que conmigo, qué tal si se lo llevan y le sacan los órganos. Al final, por la tardanza, lo cargamos desmayado entre el vecino y yo. Estamos en la estación Nativitas. Una mujer recoge la carpeta y sale a los pasillos con nosotros. El fresco de la estación volada y al aire libre lo reanima inmediatamente. Vuelve en sí, se recupera, no acepta la camilla, asegura sentirse reconfortado:

--Me llamo Alejandro, padezco de ansiedad, así  me pongo, sufro una especie de epilepsia, ahora estoy así porque mi cuerpo rechaza el  medicamento que me están dando. Me dirigía a San Fernando, voy a consulta. Les  agradezco, ya estoy bien.
--¿Quieres que llamemos a algún conocido?
 --De nada serviría, a nadie tengo. Te agradezco mucho lo que hiciste ahora por mi.
 Entonces le doy la mano y me despido.

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