Practiquemos regularmente el ejercicio de distanciarnos de lo "normal" para analizarlo. Vista de lejos, la normalidad no parecerá tal. Miremos críticamente la sociedad, así nos daremos cuenta de que nuestro mundo - tal y como lo conocemos- es un absurdo y está de cabeza... pero podemos cambiarlo.

12 jun 2010

la mujer de rojo

La vi venir, toda ella cargada con sus rojos explosivos sobre fondo sobrio, y algo en su rictus me puso sobreaviso desde el principio. El rojo aquel no brotaba de la organicidad de su cuerpo y ser, sino que más bien parecía en ella un pegoste sobre papel blanquísimo.

Pero el rojo crecía conforme ella avanzaba hacia mi, al tiempo que se concentraba en ciertas partes de su cuerpo: los labios carnosos, las uñas de los pies, sus aretes en un péndulo debajo de sus lóbulos y una pequeña carterita de mano que le colgaba desde el hombro.

Todo lo demás ocurrió de manera vertiginosa: empujada por una multitud que salió repentinamente de un túnel, nuestros cuerpos, juntos y frente a frente, fueron arrojados hasta el fondo del vagón, y ahí, apretados uno junto al otro, oprimidos por la presión de la multitud, permanecieron el tiempo necesario para descubrirse. Podían olerse hasta en lo íntimo, casi chocaban sus dos narices prominentes, y las pelvis...

El animal que está allá abajo nunca se dejó subordinar por pensamientos de ninguna especie. Desde el principio. Se desperezaba sólo cuando a él se le daba la gana. Cuando su ojo único, o quién sabe qué, olía, palpaba, divisaba, rozaba, y entonces, saliendo lenta y pausadamente del letargo, en un ritmo prehistórico de gran quelonio marino, se alzaba, relinchaba, miraba hacia el cenit y reventaba cualquier corsé. Entonces ya no había manera de controlarlo, a él, a quien no había tampoco modo de llegarle con conceptos sobre la belleza o choros sobre los ragos espirituales escondidos detrás de tal o cual cuerpo. Y estaba impertinente, procaz y descarado, palpitaba con toda su potencia...

Yo estaba sonrojado como un pequeño travieso caído en culpa. Lo peor era que el cuerpo a cuerpo me impedía bajar la cara para ocultar mi ofuscamiento. De haberlo intentado había parecido como si yo quisiera besarla... Quise explicarle que allá abajo las cosas eran independientes de mis sentimientos avergonzados. Cerré los ojos, pero la respiración tampoco se contuvo. Al abrirlos retraté sus rojos y carnosos labios ofreciéndose a los míos. Nos trenzamos en un beso que parecía largamente contenido, como si el deseo explotora ahí sin ningún tapujo. Lo demás volvió a suceder en pocos instantes:

Otra vez la corriente  multitudinaria nos arroja hacia unas escaleras eléctricas, luego bajo un ventilador que convierte en agua "refrescante" el vapor del sudor de los cuerpos en chinga, nosotros dos no dejamos de besarnos, apenas tartamudos ante las palabras, faltos de toda respiración. "A mi, Baudelaire me la pela", pienso,  cuando ya estoy en el relativo frescor de la calle. Unas niñas de secundaria ríen al mirar mi alborotado bulto. Quién sabe qué dicen. La mujer de rojo se talla los ojos como recién salida de un sueño. Sus aretes color sandía brincan debajo de sus lóbulos. Se limpia la boca. Adiós su sonrisa, que ha vuelto el rictus. Sus cejas, una pegada a la otra. Está confundida. Y suelta: "Amo a mi marido, déjame en paz".

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