"No permitas que la niña rebote la pelota de goma. El ruido llega hasta aquí. Y me afecta el corazón."
Ella le quitó la pelota de goma a su hija de nueve años.
Una nueva carta llegó desde otra oficina postal.
"No mandes a la niña con zapatos a la escuela. El ruido llega hasta aquí. Y mi corazón se quiebra."
La mujer le dio de comer a la niña en la boca con sus propios palitos, como si tuviera tres años. Y recordó el momento en que en verdad tenía tres años y su marido pasaba días dichosos a su lado. La niña fue a la vitrina por su cuenta y tomó su tazón. La mujer rápidamente se lo arrancó y lo estrelló contra una roca en el jardín: el ruido que resquebrajaba el corazón de su marido. De pronto la mujer levantó las cejas. Y arrojó su propio tazón contra la roca. ¿No era éste el ruido que hacía el corazón de su marido al quebrarse? La mujer arrojó la pequeña mesa en la que cenaban en el jardín. ¿Qué pasaba con ese ruido? Lanzó su propio cuerpo contra la pared y golpeó con sus puños. Se tiró como una lanza contra las puertas de papel y cayó del otro lado. Y con ese ruido, ¿qué pasaba?
--Mamá, mamá, mamá.
La niña corrió hacia ella, llorando, y la mujer la abofeteó. ¡Escuchen ese ruido!
Como un eco de ese sonido, llegó otra carta. Había sido despachada de otra oficina postal en otra lejana región.
"No hagas el menor ruido. No abras o cierres puertas ni deslices la puertas de papel. No respires. Ambas ni siquiera deben permitir que los relojes hagan tictac."
"Ustedes dos, ustedes dos, ustedes dos." Las lágrimas corrían mientras la mujer susurraba estas palabras. Entonces ambas dejaron de hacer todo ruido. Dejaron por toda la eternidad de hacer el menor ruido. En otras palabras, la madre y la hija murieron.
Y, curiosamente, el marido, acostado, acostado al lado de ellas, también murió.
Yasunari Kawabata, Historias en la palma de la mano, Emece, Buenos Aires, 2006.
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